Muchos años atrás las diferencias
entre sexos eran tan abrumadoras y tajantes que la gente de esa época lo veía
como una circunstancia normal, la mujer era notablemente inferior al hombre.
Obviamente, con el paso del tiempo, este suceso se ha ido modernizando para que
hombres y mujeres tengan los mismos derechos y deberes, hasta llegar a tal
punto de poder hablar de igualdad, tras grandes luchas contra la discriminación
y la sinrazón que antes se daba por supuesto. Aún así, hoy en día los
estereotipos sexistas todavía colean, condicionando nuestras vidas y las de
nuestros hijos.
Parece
una locura pensar que en pleno siglo XXI estemos hablando de esto, ya que, en los
colegios, bajo la tutela de la coeducación, se supone una justa valoración del
potencial académico tanto en niños como en niñas. Sin embargo, actualmente hasta
los centros más progresistas son azotados por los fantasmas del machismo. Se ha
comprobado que las mujeres no reciben el mismo reconocimiento por sus logros
que los hombres, ya sea dentro del mundo laboral, o incluso en relación a su
nivel académico, derivando en bajas expectativas hacia un futuro poco
prometedor. Son estas las bases de una sociedad cimentada sobre los Derechos
Humanos, pero con pilares tan anticuados como este, que hacen que la estructura
entera se tambalee, y que se cuestione nuestra afición a conservar las
costumbres y tradiciones.
¿Debemos
permitir que el mundo funcione como una selva, donde leones y leonas cazan por
igual, llevándose el macho el mejor trozo? ¿O que el trabajo de heroínas como
Curie, Thatcher y Beauvoir quede reducido a nada? Tampoco buscamos ese
feminismo exaltado (maquillado como igualdad) que recorre la mentalidad de las
muchachas al grito de: "Los niños crecen, las niñas maduran". Ambos
son el futuro, un futuro que será responsabilidad suya después de nuestra, pues
no se nace hombre o mujer, sino que se llega a serlo.
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